21 oct 2021



El décimo aniversario del día que ETA anunció que abandonaba la lucha armada, ha provocado la evocación no sólo de aquel momento histórico, sino también de los 50 años que lo precedieron. Eterna etapa de miedo, plomo y muerte. De división y enfrentamiento, de mucho argumento bélico y poca razón política, de intolerancia y barbarie, de amenaza e impotencia, de secuestro, chantaje, extorsión y guerra sucia. Y entre las muchas miradas hacia atrás, alguna de presente. Entre ellas, la de Jaime Mayor Oreja.

El ministro de Interior con José María Aznar de 1996 a 2001 ha desmentido que ETA haya sido derrotada porque el espíritu de la banda anida en el frente popular o de izquierdas que está gobernando España. Para justificarlo, no habla de la aproximación de presos que autorizó durante su mandato con el fin de restarles argumentos a los criminales durante los períodos de tregua que él mismo calificó de trampa. Tampoco que durante su mandato hubo contactos y diálogo, también negociación, que si al final no dieron los resultados esperados fue porque, argumenta, él mismo los rompió al percatarse de que lo que buscaban los terroristas era una aproximación política. Y sobre lo que considera la verdad propia intenta descubrir la mentira ajena. Como si su mirada fuera la única e irreversible y las intenciones de sus rivales ideológicos un relato insolvente y tramposo.

Y todo esto, amparándose en la memoria. Un concepto amplio y confuso que actúa a través de la capacidad mental de registrar, conservar y evocar experiencias siguiendo un proceso que, a su vez, permite decidir con qué nos quedamos y qué eludimos. Por eso, en nuestro personal baúl de los recuerdos no solemos encontrar todo lo que vivimos, sino lo que conseguimos poner interesadamente a recaudo.

”Somos nuestra memoria”, sostuvo Borges. Y añadió: “somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”. Manuel Ibañez Escofet, referente del periodismo democrático en los años de su rescate y lucha por defenderlo, acumuló sus vivencias bajo el título La memoria és un gran cementiri . Y así, entre lo uno y lo otro, entre los fragmentos que descomponen la imagen y la nostalgia archivada en los nichos funerarios, vamos conviniendo que hay que revisar la historia para que no la escriban solo los vencedores, la vamos adjetivando según los convenios políticos puntuales y reclamamos que se active y potencie para que no comporte el olvido cuando hay evidencias de que es lo que otros persiguen. Porque es sobre el descuido colectivo por donde acaban transitando quienes pretenden recuperar etapas pretéritas no siempre recomendables. Y actuando en el presente como los ancestros lo hicieron en el pasado, revivir páginas dramáticas que, constando en los libros, la gran mayoría estaba convencida de que no se convertirían en una atormentada actualidad. Pasó en Italia hace unos días.

”Durante los fines de semana, salen a recorrer los pueblos de la provincia. Atacan Casas del Pueblo, las delegaciones sindicales, los ayuntamientos rojos , acaban con los boicots, propinan palizas, destruyen, arrancan las banderas del enemigo y luego las queman en las plazas en hogueras públicas que despiertan el entusiasmo”. Sucedía en 1921 en la península que iba preparando el terreno a un Benito Mussolini que, hábil, astuto y manipulador, trabajaba la llegada al poder del fascismo al que subió por despecho al socialismo que le expulsó. Lo cuenta Antonio Scurati en M. El hijo del siglo. “Una lección de historia antifascista disfrazada de novela”, según el The New York Times y “la revelación del ADN del fascismo” para el diario la Repubblica. Libro que Roberto Saviano considera una obra maestra y que desde estas mismas páginas se calificó de “extraordinario”.

Cuando así se analizó antes de la pandemia, nadie podía sospechar que al acabar el año y medio que la humanidad ha vivido peligrosamente, un grupo de militantes de Forza Nuova, partido neofascista, atacaría le sede de la Confederación General Italiana en Roma, el principal sindicato del país. Y lo harían de la misma forma que 100 años antes. Y si entonces era para delatar a la izquierda considerada dañina para los intereses del capital y la burguesía, ahora se ha hecho para protestar contra el certificado de vacunación obligatorio para ocupar los puestos de trabajo. A aquella acción de provocación la han seguido denuncias políticas, una marcha multitudinaria de condena y el debate abierto sobre la posible ilegalización de los partidos fascistas. Una vuelta al círculo vicioso que marcó la historia del siglo XX y que Scurati narra con el vigor del literato que novela la historia para divulgar la historia. Y estremece la memoria en estos tiempos interesadamente desmemoriados para unas cosas pero reivindicativos de una mirada intolerante para otras.

A todos ellos la sincera confesión de Jean Paul Sartre: “Confundí el desencanto con la verdad”.